MISANTROPÍAS

Los simplificadores

Hace cosa de un año quise regalar el ensayo que Pere Gimferrer dedica a la relación entre cine y literatura, de modo que pregunté por él en la librería de una conocida cadena del ramo. Y cuando di al empleado el apellido de nuestro poeta, aquél, tecleando en su ordenador, me preguntó: «¿Jim Ferrer es el nombre?» Sería una simpática anécdota prenavideña, si no fuera una triste categoría atemporal. Algo que vino a ratificar el propio Gimferrer hace unos días cuando lamentaba en una entrevista la degradación extraordinaria que ha sufrido el castellano hablado en España, evidente para cualquiera con un mínimo de sensibilidad lingüística. Y sería absurdo pasar por alto que la degradación del lenguaje implica asimismo una degradación de nuestra capacidad para representarnos la realidad de manera compleja; incapacitación, a su vez, de graves consecuencias políticas.

No se trata de hacer aquí catastrofismo cultural, género manido al que ya hemos contribuido bastante, sino de poner de manifiesto que una sociedad, además de pensar como habla, actúa como piensa. Y la nuestra, aunque nos guste pensar lo contrario, propende peligrosamente a la simplificación. Nuestra conversación pública sufre en consecuencia; pero también el proceso político encargado de alumbrar soluciones a los problemas sociales que con tanto fervor queremos, o decimos querer, solucionar.

Tenemos un ejemplo reciente en el portavoz parlamentario de Empleo de Izquierda Plural, Joan Coscubiela, quien, tras escuchar del Servicio de Estudios del BBVA la propuesta de adoptar un sistema mixto en las indemnizaciones por despido, similar al vigente en Austria, dijo que la entidad tiene que dedicarse a dar crédito a las empresas y dejarse de «ideas luminosas». La técnica no es refinada, pero sí eficaz: se deja de discutir la idea, desacreditando a uno de los mejores servicios de análisis económicos existentes en España, demandando un aumento en la concesión de créditos, anhelo que cualquier ciudadano puede compartir pero nada tiene que ver con los analistas del observatorio económico del banco. ¡Descalifica, que algo queda!

Así es todo. Operamos con adjetivos gruesos y relatos caricaturescos de la realidad, que son los que muchos de los agentes políticos son capaces de producir y la mayoría de los electores están dispuestos a asimilar. La lógica de la competencia electoral, escenificada frente a un público mayormente desinformado o informado precariamente, así lo impone: mensajes simples, conceptos abstractos, apelación a distintas formas de resentimiento. Y quien quiera análisis sofisticados, que vaya a la biblioteca.

Nuestro modelo de ágora, a fin de cuentas, es la tertulia televisiva. Algo que difícilmente sorprenderá si recordamos que sólo el 5% de los adultos españoles alcanzan los niveles más altos de comprensión lectora, mientras apenas un 27% de los mismos llega al nivel intermedio: busquen el informe de la OCDE. El resto, incluidos no pocos representantes políticos, tiene dificultades para leer textos mínimamente complejos. Algo que también encuentra expresión en la grosera forma en que nos corrompemos: comilonas, televisiones de plasma, viajes caribeños.

Semejantes déficits reflejan problemas estructurales propios de una sociedad incapaz de sacudirse su atraso secular, por la sencilla razón de que no quiere sacudírselo. Más que culpar a los representantes o los ciudadanos por ello, lo importante es comprender que ese marco cognitivo nos empuja irremediablemente al abismo de las simplificaciones políticas. Si éstas cumplieran una función meramente catártica, no importaría demasiado: nos purificaríamos en la hoguera del exabrupto y asunto resuelto. Pero no es así. Sólo un diagnóstico matizado de los problemas hace posible encontrar soluciones viables para ellos. ¡Qué pereza!

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